jueves, 2 de julio de 2015

Haile Selassie ante la Sociedad de las Naciones

Emperador Haile Selassie I de Etiopía

Transcripción y traducción oficial al español de la declaración de Su Majestad Imperial

Yo, Haile Selassie I, Emperador de Etiopía, estoy hoy aquí para reclamar la justicia debida a mi pueblo y la asistencia que le ha sido prometida, hace ocho meses, por cincuenta y dos naciones que han afirmado que se había cometido una violación de los tratados internacionales.

Sólo el Emperador puede dirigir a esas cincuenta y dos naciones, el llamamiento del pueblo etíope.

Quizás no exista ejemplo de que un Jefe de Estado haya tomado él mismo la palabra en esta Asamblea. Pero tampoco, ciertamente, hay ejemplo de que un pueblo haya sido víctima de semejante iniquidad y se encuentre actualmente amenazado de ser abandonado a su agresor. Ni hay ejemplo de un Gobierno que proceda a la exterminación sistemática de un pueblo por medios bárbaros, violando las más solemnes promesas, hechas a todas las naciones de la tierra, de no recurrir a la guerra de conquista, de no usar contra seres humanos ¡nocentes el terrible veneno de los gases asfixiantes.

Para defender a un pueblo que lucha por su independencia milenaria es por lo que el Jefe del Imperio de Etiopía ha venido a Ginebra para cumplir ese deber supremo, después de haber combatido él mismo al frente de sus ejércitos...

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El Gobierno italiano no ha hecho la guerra solamente a los guerreros. Ha atacado principalmente a las poblaciones distantes de las hostilidades, a fin de aterrorizarlas y de exterminarlas.


Al principio, durante los fines del año 1935, la aviación italiana lanzó sobre mis ejércitos bombas de gases lacrimógenos. Sus efectos fueron de pequeña eficacia. Los soldados aprendieron a dispersarse, esperando que el viento disipara rápidamente los gases tóxicos.

La aviación italiana recurrió entonces a los gases asfixiantes; sobre los grupos armados lanzaba barriles de líquido. Ese medio no fué tampoco eficaz. El líquido alcanzaba solamente a algunos soldados. Los barriles, en el suelo, servían para advertir el peligro a las tropas y a la población.

Fue al comienzo de la operación del cerco de Makallé, cuando el mando italiano, temiendo una derrota, aplicó el procedimiento que tengo ahora el deber de denunciar al mundo.

A bordo de los aviones fueron instalados difusores para vaporizar, sobre vastas extensiones de terreno, una lluvia fina mortífera. Por grupos de nueve, de quince, de diez y ocho, los aviones se sucedían de manera que la niebla difundida por cada uno de ellos formase una capa continua. Así fue que, a partir de fines de enero de 1936, los soldados, las mujeres, los niños, el ganado, los ríos, los lagos, los prados han sido regados continuamente por esa lluvia mortal. Para matar sistemáticamente los seres vivos, para envenenar con seguridad las aguas y los pastos, el mando italiano ha hecho pasar y volver a pasar sus aviones. Ese fue su principal método de guerra.

El refinamiento de la barbarie ha consistido en llevar la devastación y el terror a los puntos más poblados del territorio y cada vez más distantes del teatro de las hostilidades. El fin perseguido era poner el espanto y la muerte en una gran parte del territorio etíope.

Esa espantosa táctica ha tenido éxito; hombres y animales han sucumbido. La lluvia mortífera caída desde los aviones hacía huir, gritando de dolor, a todos a quienes tocaba. Sucumbían también, en medio de atroces sufrimientos, los que bebían el agua envenenada o comían los alimentos infectados. Por decenas de miles, han caído las víctimas de los gases asfixiantes italianos.

Sólo yo y mis valientes compañeros de armas podíamos traer a la Sociedad de las Naciones el testimonio irrecusable de esos hechos. Los llamamientos que mis delegados en Ginebra dirigían a la Sociedad de las Naciones no recibían respuesta; mis delegados no habían sido testigos de lo ocurrido. Por éso me he decidido a venir yo mismo a aportar el testimonio del crimen perpetrado contra mi pueblo y a advertir a Europa del destino que le espera si se inclina ante el hecho consumado.

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Desde hace veinte años en que, como Príncipe Heredero y Regente del Imperio, o como Emperador, dirijo los destinos de mi pueblo, no he cesado de aplicar todos mis esfuerzos a aportar a mi país los beneficios de la civilización y, especialmente, a establecer relaciones de buena vecindad con las Potencias limítrofes. Especialmente, conseguí concertar con Italia el Tratado de Amistad de 1928, que proscribía absolutamente y bajo pretexto alguno el recurrir a las armas, substituyendo la fuerza por el procedimiento de conciliación y arbitraje, en que las naciones civilizadas basan el orden internacional.


En su informe del 5 de octubre de 1935, el Comité de los Trece reconoció mis esfuerzos y los resultados obtenidos por mi:

« Los Gobiernos... pensaban que la entrada de Etiopía en la Sociedad de las Naciones, al darle una nueva garantía para el mantenimiento de su integridad territorial y de su independencia, la ayudaría a alcanzar un nivel superior de civilización. No parece que haya hoy en la Etiopía mayor desorden e inseguridad que en 1923. Al contrario, el país está más unificado y el Poder central se hace obedecer mejor ».

Yo hubiera procurado a mi pueblo resultados todavía mayores, si el Gobierno italiano no hubiese suscitado obstáculos de toda clase, excitando a la revuelta y armando a los rebeldes.

Es que, en efecto, el Gobierno de Roma, como ha creído poderlo proclamar hoy abiertamente, no ha cesado jamás de preparar la conquista de Etiopía. Los tratados de amistad que firmaba conmigo, no eran sinceros; no tenían otro objeto que ocultarme sus verdaderas intenciones. El Gobierno italiano afirma que desde hace catorce años ha estado preparando su conquista actual. Reconoce, pues, hoy, que al patrocinar en 1923 la admisión de Etiopía en la Sociedad de las Naciones, al concertar en 1928 el tratado de amistad, al firmar el Pacto de París que coloca a la guerra fuera de la ley, engañaba la confianza del mundo.


El ejercito de Ras Nasibu fotografiado
por H. V. Drees
El incidente de Ual-Ual, en diciembre de 1934, fue para mí como un rayo. La provocación italiana era manifiesta. No vaciló en apelar a la Sociedad de las Naciones. Invocaba yo las prescripciones del Tratado de 1928, los principios del Pacto; reclamaba el procedimiento de conciliación y de arbitraje.

Desgraciadamente para Etiopía, era el momento en que cierto Gobierno creía que la situación europea requería conseguir, a toda costa, la amistad de Italia. El precio fue el abandono de la independencia etíope a la codicia del Gobierno italiano. Ese acuerdo secreto, contrario a las obligaciones del Pacto, ha pesado grandemente sobre el curso de los acontecimientos. Etiopía y el mundo entero han experimentado y sufren todavía hoy sus desastrosas consecuencias.

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Los árbitros (dos de ellos funcionarios italianos) tuvieron que reconocer por unanimidad, que en el incidente de Ual-Ual, lo mismo que en los incidentes ulteriores, no incumbía a Etiopía ninguna responsabilidad internacional.

A consecuencia de esa sentencia, el Gobierno etíope creyó sinceramente que iba a poder abrirse una era de relaciones amistosas con Italia. Yo tendí lealmente la mano al Gobierno de Roma.

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« Desde el principio del conflicto, el Gobierno etíope ha procurado llegar a una solución pacífica. Ha invocado los procedimientos del Pacto. En vista de que el Gobierno italiano deseaba atenerse estrictamente al del Tratado italo-etíope de 1928, el Gobierno etíope aceptó; el Gobierno etíope ha declarado siempre que si la sentencia arbitral le era desfavorable, la cumpliría fielmente. Ha consentido en que la cuestión de la pertenencia de Ual-Ual no fuese tratada por los árbitros, ya que el Gobierno italiano se oponía a ello. El Gobierno etíope ha pedido al Consejo el envío de observadores neutrales y ha ofrecido prestarse a toda encuesta que el Consejo se sirviera acordar.


Por su parte, el Gobierno italiano, una vez resuelto por el arbitraje el desacuerdo de Ual-Ual, presentó su memoria detallada al Consejo, para reivindicar su libertad de acción. Afirmó que un caso como el de Etiopía no puede ser resuelto aplicando los medios de que dispone el Pacto. Afirmó que « como se trata de intereses vitales y de primordial importancia para la seguridad y la civilización italianas », « faltaría a sus deberes más elementales si no retirase finalmente toda su confianza a Etiopía y no se reservase entera libertad de acción, a fin de adoptar todas las medidas que fueran necesarias para la seguridad de sus colonias y para la salvaguardia de sus propios intereses ».

Tales son los términos del informe del Comité de los Trece. El Consejo y la Asamblea adoptaron por unanimidad sus conclusiones y proclamaron solemnemente que el Gobierno italiano había violado el Pacto y se hallaba en estado de agresión.

Yo no he vacilado en declarar que no quería la guerra, que me era impuesta, que lucharía únicamente por la independencia y la integridad de mi pueblo y que, en esa lucha, era el defensor de la causa de todos los pequeños Estados expuestos a la codicia de un vecino poderoso.

En octubre de 1935, las cincuenta y dos naciones que me escuchan hoy, me dieron confianza en que el agresor no triunfaría, en que se pondrían en práctica los recursos del Pacto para asegurar el imperio del Derecho y el fracaso de la violencia.

Pido a las cincuenta y dos naciones que no olviden hoy la política que iniciaron hace ocho meses y sobre cuya fe he dirigido la resistencia de mi pueblo contra el agresor que ellas habían denunciado al mundo.

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A pesar de la inferioridad de mis armas, de la carencia completa de aviación, de artillería, de municiones, de servicios de hospitales, mi confianza en la Sociedad de las Naciones era absoluta. Yo consideraba imposible que cincuenta y dos naciones y entre ellas las más poderosas del mundo, pudieran ser tenidas en jaque por un sólo agresor. Contando con la fe en los tratados, no había hecho ningún preparativo de guerra, caso igual al de algunos pequeños Estados de Europa.

Cuando, siendo el peligro más apremiante, consciente de mis responsabilidades para con mi pueblo, traté de adquirir armamentos en los seis primeros meses de 1935, numerosos Gobiernos proclamaron un embargo para impedirme hacerlo, mientras que el Gobierno italiano, por el canal de Suez, tenía toda clase de facilidades para transportar, incesantemente y sin protestas, tropas, armas y municiones.

El 3 de octubre de 1935, invadieron las tropas italianas mi territorio. Sólo algunas horas más tarde decreté yo la movilización general. En mi deseo de mantener la paz, había hecho retroceder mis tropas a 30 kilómetros, como lo hizo un gran país de Europa en vísperas de la Gran Guerra, a fin de evitar todo pretexto de provocaciones.

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En esa lucha desigual entre un Gobierno que manda a más de cuarenta y dos millones de habitantes, que tiene a su disposición medios financieros, industriales y técnicos que le permiten producir en cantidades ilimitadas las armas más mortíferas, y un pequeño pueblo de doce millones de habitantes, sin armas, sin recursos, no teniendo en su favor más que la justicia de su causa y la promesa de la Sociedad de las Naciones, ¿qué asistencia efectiva ha sido concedida a Etiopía por las cincuenta y dos naciones que habían declarado al Gobierno de Roma infractor del Pacto y se habían obligado a impedir que triunfase el agresor? ¿Ha considerado cada uno de los Estados miembros al agresor como si hubiera cometido un acto de guerra personalmente dirigido contra él, según le imponía el deber de hacerlo su firma puesta bajo el artículo 16 del Pacto?

Yo había puesto toda mi esperanza en el cumplimiento de esas obligaciones. Mi confianza había sido confirmada por las repetidas declaraciones hechas en el Consejo, de que la agresión no debía ser recompensada, de que la fuerza acabaría por inclinarse ante el Derecho.


14 de diciembre de 1935
En diciembre de 1935, el Consejo dio a conocer claramente que su sentimiento era conforme al de los centenares de millones de hombres de toda la tierra, que habían protestado contra la proposición de desmembrar a Etiopía.

Se repitió constantemente que no existía sólo un conflicto del Gobierno italiano con Etiopía, sino también un conflicto del Gobierno italiano con la Sociedad de las Naciones.

Por eso he rechazado todas las proposiciones de ventajas personales que me fueron hechas por el Gobierno italiano para traicionar a mi pueblo y al Pacto de la Sociedad de las Naciones. Yo defendía la causa de todos los pequeños pueblos amenazados de una agresión.

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En el mes de octubre de 1935, observé con dolor, pero sin extrañeza, que tres Potencias consideraban como absolutamente sin valor las obligaciones contraídas por el Pacto. Sus lazos para con Italia les impulsaron a negarse a adoptar ninguna medida para detener la agresión italiana.


Por el contrario, fue para mí una profunda desilusión la actitud de cierto Gobierno que, haciendo incansablemente protestas de su adhesión escrupulosa al Pacto, empleaba sin descanso sus esfuerzos en impedir la observancia del mismo. En cuanto se proponía una medida susceptible de tener rápida eficacia, se imaginaban pretextos diversos para aplazar hasta su examen. ¿Preveían los acuerdos secretos de enero de 1935 esa obstrucción incansable?

El Gobierno italiano no ha esperado jamás que otras naciones derramen la sangre de sus soldados por defender el Pacto cuando sus intereses inmediatamente personales no estaban en juego. Los guerreros etíopes no pedían más que medios para defenderse. He reclamado repetidamente una ayuda financiera para adquirir armas. Esa ayuda me ha sido rehusada constantemente. ¿Qué significan, pues, prácticamente, el artículo 16 del Pacto y la seguridad colectiva?

Se dificultó en la práctica el empleo por el Gobierno etíope del ferrocarril de Djibouti a Addis Abeba para el transporte de armas destinadas a las fuerzas etíopes. En la actualidad, es la principal, si no la única vía de aprovisionamiento de los ejércitos italianos de ocupación. Las reglas de la neutralidad prohibirían los transportes destinados a las fuerzas italianas. Ahora bien, ni siquiera hay neutralidad, puesto que el artículo 16 impone a todos los Estados miembros de la Sociedad el deber de no permanecer neutrales y de acudir en ayuda, no del agresor, sino de la víctima de la agresión. ¿Ha sido respetado el Pacto? ¿Es respetado todavía hoy?

Por último, los Gobiernos de ciertas Potencias, las más influyentes de la Sociedad de las Naciones, acaban de hacer en sus parlamentos la declaración de que, habiendo conseguido el agresor ocupar una gran parte del territorio etíope, renunciaban a continuar aplicando ninguna de las medidas económicas y financieras acordadas contra el Gobierno italiano.

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Yo afirmo que el problema sometido hoy a la Asamblea es mucho más amplio. No se trata solamente de la liquidación de la agresión italiana: se trata de la seguridad colectiva; de la existencia misma de la Sociedad de las Naciones; de la confianza que cada Estado debe tener en los tratados internacionales; del valor de las promesas hechas a los pequeños Estados de respetar y de hacer respetar su integridad y su independencia
; del principio de la igualdad de los Estados o la obligación, por parte de las pequeñas Potencias, de aceptar un lazo de vasallaje. Es, en una palabra, la moralidad internacional lo que está en causa. ¿No valen las firmas puestas al pié de un tratado más que en la medida en que las Potencias signatarias tienen en ello un interés personal, directo e inmediato?

Ninguna sutileza podrá cambiar el problema ni hacer desviar el debate. Someto estas consideraciones a la Asamblea con toda sinceridad. En un momento en que mi pueblo está amenazado de exterminio, en que el apoyo de la Sociedad de las Naciones puede desviar de él el golpe supremo, séame permitido hablar con toda franqueza, sin reticencias, sin rodeos, como lo exige la regla de la igualdad de todos los Estados miembros de la Liga. Fuera del Reino del Señor, no hay, aquí abajo, naciones que sean superiores a otras. Si un Gobierno fuerte cree poder destruir impunemente a un pueblo débil, entonces suena la hora, para ese pueblo débil de llamar a la Sociedad de las Naciones a pronunciarse libremente. Dios y la historia se acordarán de vuestra sentencia.

He oído afirmar que las sanciones insuficientes aplicadas, no habían alcanzado el fin perseguido. En ninguna época, en ninguna circunstancia, podrán contener a un agresor sanciones voluntariamente insuficientes, voluntariamente mal aplicadas. No hay imposibilidad, sino negativa a contener al agresor. Si Etiopía ha pedido y sigue pidiendo que se le conceda ayuda financiera, ¿es éso una medida imposible de aplicar, cuando la ayuda financiera de la Sociedad de las Naciones ha sido concedida, hasta en tiempos de paz, a dos países que precisamente se han negado a aplicar las sanciones al agresor?

Hoy se ha tomado la iniciativa de levantar las sanciones. Esa iniciativa ¿no significa prácticamente el abandono de Etiopía a su agresor? En vísperas del día en que yo iba a intentar un supremo esfuerzo en defensa de mi pueblo ante la Asamblea, ¿no quita esa iniciativa a Etiopía una de las últimas posibilidades de obtener de los Estados miembros su apoyo y su garantía? ¿Es esa la dirección que la Sociedad de las Naciones y cada uno de los Estados miembros tienen derecho a esperar de las grandes Potencias, cuando las mismas afirman su derecho y su deber de guiar la acción de la Liga?

Colocados por el agresor en presencia del hecho consumado, ¿van a crear los Estados el temible precedente de inclinarse ante la fuerza?

Se presentarán, sin duda, a vuestra Asamblea proposiciones para reformar el Pacto y hacer más eficaz la garantía de seguridad colectiva. ¿Es el Pacto lo que conviene reformar? ¿Qué obligaciones podrán tener valor si falta la voluntad de cumplirlas? Lo que está en causa es la moralidad internacional y no los artículos del Pacto.


Fotografía de Robert Capa
En nombre del Pueblo etíope, miembro de la Sociedad de las Naciones, pido a la Asamblea que adopte todas las medidas susceptibles de imponer el respeto del Pacto. Reitero mi protesta contra las infracciones de tratados, de que el pueblo etíope es víctima. Declaro a la faz del mundo que el Emperador, el Gobierno y el pueblo etíopes no se inclinan ante la fuerza, que mantienen sus reivindicaciones, que emplearán todos los medios en su poder para conseguir el triunfo del Derecho y hacer respetar el Pacto.

Pregunto a las cincuenta y dos naciones que han hecho al pueblo etíope la promesa de ayudarle en su resistencia contra el agresor : ¿qué quieren hacer por Etiopía? A las grandes Potencias que han prometido la garantía de la seguridad colectiva a los pequeños Estados amenazados de sufrir algún día la suerte de Etiopía, os pregunto ¿qué medidas contáis tomar? Representantes del mundo, yo he venido a Ginebra para cumplir, cerca de vosotros el más penoso de los deberes de un Jefe de Estado. ¿Qué respuesta tendré que llevar a mi pueblo? »


Su Majestad Imperial Haile Selassie I


Gentileza de la oficina del EABIC en Argentina